Perder a un padre es un antes y un después.
No importa cuántos años tengas…
el día que él se va, sientes cómo algo dentro de ti se rompe para siempre.
No es solo la ausencia física.
Es su risa que ya no escuchas.
Su consejo que ya no puedes pedir.
Es ese lugar en la mesa, en la vida, en el alma… que queda vacío.
Un padre no es solo quien da la vida.
Es quien te enseña a vivirla, a levantarte, a resistir, a creer en ti.
Es quien, aunque no lo diga con palabras, te lo dice todo con actos.
Quien está incluso en sus silencios, y ama incluso cuando no sabe cómo expresarlo.
Cuando papá ya no está…
lo buscas en las decisiones difíciles,
en los logros que querías contarle,
en los días buenos, pero sobre todo en los días donde más lo necesitas.
Y sí… duele.
Duelen las fechas especiales.
Duele cada vez que algo te sale bien y quisieras verlo aplaudiendo.
Duele cuando los hijos preguntan por su abuelo.
Duele cuando su voz solo vive en tu memoria.
Pero su amor no muere.
Sigue latiendo en ti.
En los valores que sembró. En las palabras que te repetía.
En el ejemplo que dejó.
Porque un padre que amó de verdad… nunca se va del todo.
Vive en ti. En lo que haces. En cómo vives.
En cómo decides ser una mejor persona, porque sabes que eso lo haría sentirse orgulloso.
Así que no, papá no está físicamente.
Pero cada paso que das con coraje, cada vez que luchas, cada vez que eliges el bien…
lo estás honrando.
Papá siempre hará falta…
pero también, siempre estará presente.