Sentados a la puerta de su humilde casa, bajo la sombra cálida de una tarde sin prisa, Juan y Rosario viven ya más del recuerdo que del presente. Sus rostros, surcados por el tiempo, guardan la historia de un amor que resistió vendavales, y de una vida tejida con sacrificios, orgullo y compás flamenco.
Él, con su sombrero ladeado y la mirada hundida en el horizonte, piensa en los días de caminos polvorientos y palmas al alba. Ella, con el vestido floreado que aún guarda el aroma de los años felices, recuerda las risas de sus hijos, las carreras en el patio, y los cantes que acunaban las noches.
Criaron a su hija con ternura y firmeza, enseñándole a ser mujer valiente y de respeto. A su hijo lo guiaron con ejemplo, nobleza y ley gitana. Los dos volaron, como tiene que ser, pero dejaron tras de sí un silencio que a veces duele, otras veces canta.
No tienen más riqueza que la memoria, ni más tesoro que haberse tenido el uno al otro en todas las estaciones de la vida. Y aunque el cuerpo se canse y el tiempo les robe fuerza, en sus miradas vive intacto el orgullo de haber sido familia, raíces, y corazón de su pueblo