"El Juramento de Valencia: La Entrada del Conde Gitano"
Por Julián Cortés
Valencia, 18 de agosto de 1425.
Las campanas de la catedral repicaban mientras el calor del mediodía se colaba entre los callejones de la ciudad. La muralla vibraba bajo los cascos de los caballos. Un grupo de hombres, mujeres y niños se acercaba lentamente por el camino polvoriento del norte. Al frente, montado en un caballo oscuro con arneses de cuero labrado, iba el conde Miguel de Egipto Menor, con su manto azul y la Carta de Seguro del emperador Segismundo colgada al pecho, como prueba de su dignidad.
—Manteneos juntos —ordenó Miguel a su gente—. Esta ciudad nos verá como peregrinos, no como mendigos. Que sepa Valencia que llevamos siglos caminando, pero no arrastrándonos.
A su lado, cabalgaba su esposa Esmérica, que protegía con la mirada a los niños que caminaban descalzos entre la comitiva. Detrás, marchaba su sobrino, Jandro, un joven de ojos despiertos, aprendiz de herrero, que había oído hablar de la costa valenciana como lugar fértil y acogedor.
Andrés, su hermano, se había separado de la compañía tres años antes, en 1422, cerca de los Alpes. Él había seguido rumbo a Roma, mientras Miguel decidió cruzar los Pirineos y adentrarse en los reinos hispánicos, llevando consigo a más de 80 familias romaníes.
A la entrada de la ciudad, un grupo de soldados montados al trote se detuvo frente a ellos.
—¿Quiénes sois y qué queréis en Valencia? —preguntó con voz seca uno de los capitanes.
Miguel no titubeó. Sacó el documento imperial con los sellos intactos y respondió con firmeza:
—Soy Miguel, conde de Egipto Menor, peregrino en penitencia. Portamos Carta de Seguro del emperador del Sacro Imperio. No venimos a robar ni a causar disturbios. Solo a descansar y cumplir con nuestro camino.
El capitán frunció el ceño, pero no dijo nada. Dio media vuelta y mandó traer al escribano real.
Minutos después, los gitanos fueron escoltados hasta la plaza del Mercado. Los valencianos los miraban con mezcla de sorpresa y temor. Algunos niños payos se acercaron curiosos a ver los atuendos coloridos, los pendientes de oro, los instrumentos colgando de las monturas.
—Mira, madre, esa mujer lleva en la cabeza una pañoleta de mil colores —dijo una niña señalando a Esmérica.
—No mires tanto, niña —respondió la madre con tono reprobatorio, pero no sin cierta fascinación en los ojos.
En la sede eclesiástica, Miguel presentó también una bula papal, firmada supuestamente por el Papa Martín V, donde se pedía indulgencia para su pueblo, afirmando que habían sido forzados por el Gran Turco a renegar de su fe y que ahora peregrinaban para redimirse.
El obispo de Valencia, curioso ante aquella historia y la compostura del conde gitano, pidió una audiencia más extensa. En ella, se le permitió a Miguel explicar su historia: su paso por Suiza, Baviera, Bolonia, Francia, y ahora, por los caminos del antiguo reino de Aragón.
—No somos vagabundos, excelencia —dijo Miguel con voz grave—. Somos herreros, músicos, cuidadores de animales, intérpretes de sueños. Y cristianos. Solo pedimos que se nos deje vivir, trabajar y seguir nuestro camino.
El obispo suspiró, comprendiendo que no se trataba de una banda de forajidos, sino de un pueblo herido que caminaba con dignidad.
Se les permitió permanecer unos días en los alrededores de la ciudad, bajo vigilancia. Se asentaron cerca del Camino Real, donde levantaron tiendas y ofrecieron sus servicios. Pronto, algunos vecinos trajeron herramientas rotas para que los herreros las arreglaran. Una mujer valenciana, Doña Aldonza, incluso pidió a Esmérica que le leyera la fortuna.
En ese pequeño contacto, nació el primer lazo. Entre recelo y respeto, la convivencia fue posible.
Una tarde, Jandro jugaba con unos niños valencianos en la fuente. Al verlos, un hombre gritó: “¡Que se alejen esos niños, que los gitanos los roban!”
Miguel se acercó lentamente, con la mirada firme:
—No robamos niños. Pero sí robamos el miedo, cuando hay dignidad.
La gente guardó silencio.
Días después, los gitanos se marcharon de Valencia sin haber causado daño, dejando tras de sí la huella de un pueblo orgulloso que pidió permiso para entrar, trabajó, se dejó ver, y continuó su camino.
Resumen histórico del hecho real:
En 1425, el conde gitano Miguel de Egipto Menor, también llamado “conde Juan” en algunos documentos, llegó a Valencia junto a su grupo de gitanos, portando una Carta de Seguro del emperador Segismundo. Afirmaban estar en penitencia por una apostasía forzada bajo el dominio turco y portaban una bula supuestamente papal firmada por Martín V. Habían recorrido media Europa y llegaron a Valencia con ropajes nobles y la frente alta. Su llegada quedó registrada en el archivo de la diócesis de Valencia donde se menciona que se presentaron como “nuevamente llegados”. Se les permitió permanecer unos días en la ciudad bajo vigilancia. Este hecho representa uno de los primeros contactos documentados del pueblo gitano con el Reino de Valencia, y constituye una muestra temprana de su presencia en tierras hispánicas.