Teresa la partera gitana
Valladolid, finales del siglo XVIII
Había una mujer gitana en la Costanilla, el barrio más antiguo de Valladolid, que la gente respetaba como si fuera enviada por el mismo Devel. Se llamaba Teresa Jiménez. Nació en 1754, hija y nieta de parteras, en un mundo donde ser gitano era ya una sentencia. A ella la parieron entre el barro, el viento y la lumbre, con un rezo entre dientes y una cinta roja anudada a la muñeca.
Desde pequeña aprendió a escuchar los cuerpos y a mirar el dolor sin miedo. Sabía leer el vientre de una mujer como otros leen las estrellas. Tenía las manos curtidas, fuertes como raíces viejas, y los ojos llenos de historias que no necesitaban palabras.
A Teresa la llamaban cuando nadie más se atrevía. En los hospitales no dejaban entrar a gitanos. En las iglesias los miraban como si contaminaran el aire. Así que cuando una mujer sentía la muerte cerca y la vida empujando desde dentro, mandaban por Teresa.
En el barrio de Las Tenerías, donde el río se abrazaba a la tierra y el olor a lumbre se mezclaba con la humedad de los telares, las mujeres la esperaban con el alma en vilo. Una noche cerrada de invierno, con la nieve cubriendo los tejados de la Costanilla, la buscaron de urgencia. Rafaela Vargas, una muchacha de apenas dieciséis años, se retorcía de dolor en una choza de adobe. Su marido, Manuel Cortés, lloraba como un niño en la esquina, impotente.
Teresa llegó envuelta en su capa, con un candil y una oración en kaló (BATO MIRÓ DIÑELAMÉ ZOROLÍPÉN) Se arrodilló entre el barro del suelo, mojó su camisa en agua caliente, y alzó las manos al cielo. El bebé venía de nalgas. Había sangre, gritos y frío. Y sin embargo, ella no tembló. Habló al vientre con una firmeza antigua, le susurró a Devel y, con fuerza, giró al niño dentro.
Horas después, el llanto de una niña morena rompió la noche.
—Eres un ángel, Teresa —murmuró Rafaela, agotada, con los ojos anegados.
Pero Teresa no respondió. Solo se levantó, se ajustó la capa, y se marchó en silencio como siempre, dejando el calor de la vida detrás de ella.
A veces, la llamaban a lugares donde ni el alma quería entrar. Como aquella vez que una joven gitana, María, estaba presa por robar pan. Iba a parir en una celda húmeda y sola. Los soldados no querían dejar pasar a nadie. Pero Teresa entró con la cabeza alta, los ojos duros como cuchillos. No pidió permiso. Entró, punto.
La celda olía a muerte. María lloraba. Teresa se agachó, tocó su cara, y le dijo:
—Tú no vas a morir hoy, hija. Ni tú, ni tu criatura.
Y así fue. Con barro hasta los tobillos y soldados mirando con desprecio, trajo al mundo otro hijo gitano. Nadie le dio las gracias. Nadie le tendió una manta. Solo el niño lloró. Y ese llanto fue el único testigo del milagro.
La ciudad cuchicheaba sobre las gitanas de Las Tenerías, pero ninguna sabía lo que costaba parir en la miseria, entre el miedo y la injusticia. Teresa lo sabía. Y por eso luchaba con lo que tenía: sus manos, sus rezos y su rabia. Cuando quisieron borrar los nombres de los niños gitanos del registro, ella bordó cada nombre en trapos de lino, los cantó junto al fuego, los repitió una y otra vez como si fueran conjuros. Porque sabía que borrar un nombre era borrar una historia. Y eso, no lo iba a permitir.
—Si nos quitan los nombres, nos quitan la sangre —decía con los dientes apretados.
Una noche, cuando el frío se metía hasta los huesos, corrió la voz de que María estaba enferma otra vez. No tenía comida. No tenía techo. Teresa reunió a otras mujeres. No pidieron ayuda. Fueron por ella. Entraron en la casa del corregidor, sacaron a María envuelta en una manta, y la llevaron de vuelta al barrio, donde el fuego aún ardía.
—La sangre no se borra, María. Ni la de un parto, ni la de una injusticia —le susurró Teresa, con la frente pegada a la suya.
En 1825, Teresa tenía más de setenta inviernos sobre la espalda. Caminaba más despacio. Pero sus ojos seguían encendidos. Un atardecer la encontraron sentada frente a su casa, con una manta sobre las piernas, mirando al horizonte. Parecía dormida. Estaba en paz.
No hubo misa. No hubo cura. Pero las mujeres del barrio se acercaron con flores silvestres, cánticos en kaló y lágrimas sin vergüenza. Rafaela lloró como una niña. María del Carmen, la hija que trajo al mundo aquella noche helada, dejó una cinta roja en su tumba.
—Para que no tengas miedo en el camino, abuela.
Teresa no tuvo estatuas. Ni libros. Ni homenajes. Pero mientras haya un niño gitano naciendo en silencio, mientras una mujer rece en kaló con las manos manchadas de barro, Teresa vivirá en cada uno de ellos.
Porque ser gitana, ser partera, ser mujer… fue su forma de resistir.
Y lo fue hasta el último aliento.
Relato Kako Julián Cortés