Señales y hueyas de nuestro pueblo gitano
SEÑALES HUEYAS DE NUESTRO PUEBLO
Por Julián Cortés
Nadie lo veía, pero en cada piedra, en cada tronco rajado o en la esquina de una puerta, nuestros mayores dejaron mensajes. No con palabras, sino con señales. Las señales hueyas. Marcas sagradas que los gitanos sabían leer con el alma. Eran como faros en la oscuridad para quien no tenía tierra fija. Quien venía detrás, al verlas, sabía lo que el lugar guardaba: peligro, ayuda, desprecio, o pan caliente.
Las hacíamos con una tiza de yeso, con carbón o con un simple palo afilado en la tierra húmeda. No eran dibujos, eran susurros entre nosotros. Nadie más los entendía.
Una vez, a la salida de un pueblo de Castilla, un gitano viejo, herido en la pierna, hizo un círculo con una cruz dentro junto al camino. Estaba solo, sin fuerzas. Pero dejó la señal. Y gracias a ella, al día siguiente, una familia nuestra encontró el lugar, le curó la herida y le salvó la vida. “La gente es muy generosa y comprensiva con los Gitanos”, decía ese símbolo. Y era verdad. Allí, por una vez, no nos miraron con desprecio.
Otro símbolo, en cambio, una cruz simple, significaba: “Aquí no dan nada.” Y cuando lo veíamos, no hacía falta más. Nos íbamos. Porque nuestros mayores sabían que el respeto se gana también sabiendo cuándo marcharse en silencio.
Cada señal era una palabra sin voz, un escudo, una advertencia. Decían sin decir:
1. Aquí no dan nada.
2. Suplicantes mal recibidos.
3. Gente generosa.
4. La gente es muy generosa y comprensiva con los Gitanos.
5. Aquí se consideran a los Gitanos como ladrones.
6. Puede echar la buena ventura.
7. La señora quiere un hijo.
8. Ella ya no quiere tener un hijo.
9. Una anciana murió recientemente.
10. Un anciano murió recientemente.
11. Argumentos a favor de la herencia.
12. El maestro acaba de morir.
13. La señora está muerta.
14. La señora tiene poca moral.
Una tarde tranquila, bajo una encina vieja del sur, el gitano mayor —al que todos llamaban Abuelo Ramón— reunió a los niños y niñas de la barriada. Se sentó con su bastón, el alma cansada pero firme, y sacó un palo largo.
—Hoy os voy a enseñar lo que no se enseña en la escuela, ni se encuentra en los libros de los payos. Hoy os voy a enseñar las señales hueyas —dijo con solemnidad.
Los pequeños lo rodearon con respeto, en silencio. Ramón empezó a trazar en la tierra.
—Esta es la número uno: una cruz simple. Peligro. No entréis donde veáis esto.
—Esta otra, la número tres: un círculo. Gente generosa. Aquí se puede pedir con dignidad.
—Y esta, con una cruz dentro del círculo: los mejores. Dan pan, dan palabras buenas… y dan respeto.
Y siguió, señal por señal. Cada trazo era como si desenterrara una parte del alma del pueblo.
—Las inventaron nuestros abuelos —dijo Ramón— cuando el mundo no tenía sitio pa’ nosotros. Las inventaron para avisarnos, para cuidarnos. Para que ni el hambre, ni el desprecio, ni la Guardia Civil nos pillara desprevenidos.
Los niños dibujaron las señales en la tierra, uno por uno, como si fuera un ritual. No sabían que, al hacerlo, estaban grabando en su memoria una lengua secreta que los protegería.
—Y ahora —dijo el viejo con los ojos brillantes—, os toca a vosotros. Cuando yo ya no esté, alguien tendrá que enseñar esto mismo a los que vengan detrás.
Y así, bajo la encina, con los dedos manchados de tierra y las almas limpias, los niños y niñas gitanas aprendieron que no solo somos quienes caminan, sino quienes recuerdan, quienes avisan, quienes cuidan. Porque mientras uno solo de nosotros sepa leer las señales hueyas, el pueblo gitano nunca andará perdido.