La comunidad 'romà' vive aislada y marginada entre los madrileños
JALED ABDELRAHIM - Madrid - 09/09/2010
Violeta Rado, gitana rumana de 40 años, residente en El Gallinero (Vallecas), pide al periodista que viene a visitar su poblado que la acompañe frente a un pequeño chamizo hecho a jirones de madera y chatarra: su casa. Allí pueden alejarse de la turba de niños descalzos, polvorientos y millonarios de cicatrices que andaban jugando entre basura y restos de hogueras y que ahora se entretienen en acosar a un fotógrafo al que hacen prometer recuerdos gráficos para todos. Ya apartados, Violeta enchufa una mirada directa a la pupila. El rostro adquiere una seriedad seca.
"Quiero trabajar", suelta en un castellano aceptable. "Tengo seis hijos y un marido en la cárcel. Necesito un trabajo", repite. ¿Y de qué te gustaría? La cuestión le devuelve la sonrisa. Irónica. "De lo que sea que contraten a una gitana rumana", responde.
Es difícil librarse de un estigma cuando se lleva marcado en la piel. Como Violeta, lo saben bien los rumanos de etnia gitana que viven en la capital. Indeterminados en número, porque no existen cifras oficiales. La Embajada de Rumania estima que podrían ser entre el 1% y el 3% de los 214.000 rumanos empadronados en la Comunidad. "Además, están los que no se registran. Y los gitanos búlgaros", matiza un portavoz de la Consejería de Inmigración.
Su situación no es cómoda. En su país, son considerados como ciudadanos de tercera clase, según denuncian varios colectivos defensores de los derechos humanos. Algo que se está tratando de solucionar a través de políticas públicas de inserción, según la Embajada rumana. A tenor de lo que sucede en Francia (se les expulsa del territorio por el simple hecho de habitar en asentamientos ilegales), tampoco parece que les haya solucionado la papeleta ni la condición de europeos que adquirieron en 2007 (con libertad de circulación y residencia en los países de la Unión) ni el permiso para poder trabajar en dichos Estados (vigente desde 2009). En el caso de los que habitan en España (muchos de los que habitan en Madrid proceden de un territorio oriental de Rumania llamado Tandarei), agradecen no tener que enfrentarse a una política migratoria tan implacable como la gala, pero su situación económica y social no da signos de prosperar: la mayoría carecen de trabajo estable, muchos viven en poblados de condiciones sórdidas y apenas unos pocos tienen ingresos, según desglosa en un estudio el director de la revista de investigación gitana I Tchatchipen y miembro de la junta directiva de Unión Romaní, Joaquín López Bustamente.
En El Gallinero, el referente más característico de esta comunidad en Madrid, alrededor de 80 chabolas se levantan en un descampado al borde de la carretera de la A-3. Entre ratas, deshechos y cientos de kilos de basura conviven cerca de 250 gitanos romà, una de las dos grandes familias de gitanos que existen en Rumania junto a los romà vatras, de condición menos marginal. 100 de ellos son niños. No tienen luz, excepto la que logran enganchar del poste municipal. No hay letrinas. Se las apañan entre los montones de inmundicia que les rodean. No hay agua. Solo la de dos fuentes cercanas que les abastecen para beber, cocinar y asearse. Tampoco ninguna de las tres Administraciones (local, regional y estatal) se ha tomado la molestia de enviar servicios de limpieza regulares hasta allí.
Paco Pascual, un voluntario de la parroquia de Santo Domingo de la Calzada, que trabaja en el poblado desde sus comienzos, hace más de un lustro, corrobora que los puestos laborales son muy difíciles de conseguir para ellos. "Nadie les contrata", asegura, "por eso las mujeres practican la mendicidad o limpian cristales de coches, y los hombres... algunos consiguen un contrato de trabajo de vigilantes o en la construcción. Otros trabajan para gitanos españoles, y unos pocos, pues terminan sacando tajada de la economía sumergida. Vender cobre y cosas así. Tienen que dar de comer a sus hijos, y eso es mejor que vender droga, ¿no crees?", sugiere.
Pero la ley cuenta para todos. La Jefatura Superior de Policía ha abierto expedientes de expulsión en El Gallinero a una treintena de personas "multireincidentes", una condición que permite echar a un extranjero del país aunque sea comunitario. "Sus antecedentes no son por violencia ni por drogas", reconocen los agentes, "son por almacén de material robado, sobre todo". Ahora su destino está en manos de la Delegación del Gobierno.
La crisis, la situación de marginalidad de esta comunidad, las diferencias culturales y de costumbres amplían la brecha social con estos inmigrantes, según el estudio de López Bustamente. Pascual se lamenta por ello. "A la gente que no les gustan los gitanos rumanos hay que decirles que si ven a uno pidiendo y les molesta, que le digan un lugar donde le darían trabajo", añade. Además, es que ellos sienten que ganan. Lo que sacan en limosnas en un día en Madrid, es lo que ganan en Rumania en un mes. Echa cuentas, ¿te volverías?", reta este ex profesor de Filosofía. "Si veo una cosa positiva a la actuación de Sarkozy es que está sacando a la luz la situación en la que viven estas personas en Rumania", opina Pascual.
El Ayuntamiento y Comunidad han firmado un convenio por el cual el Instituto de Realojamiento e Integración Social (IRIS), Cruz Roja, el Ayuntamiento y la Consejería de Educación acuerdan realizar en el poblado "trabajos sociales de tipo básico": "Empadronarles, darles tarjetas sanitarias, escolarizar y transportar a los niños al colegio...", enumera un portavoz. Sobre su reubicación no hay nada que rascar por el momento. "No se hace nada", protesta Pascual.
Un habitante de El Gallinero que trabaja como guarda de seguridad (el único en todo el asentamiento que tiene un contrato actualmente, según afirma), recuerda que hace 11 años, cuando llegó, en Madrid apenas había gitanos rumanos. Datan de 1999 los primeros titulares de prensa que se hacen eco de su presencia en el distrito de Fuencarral, donde se formó un campamento de 100 familias (el barrio de la Malmea), que fue desmantelado. Drago (nombre ficticio) se lamenta de la poca comprensión de algunos de sus conciudadanos. "Mucha gente dice que somos malos. ¿Por qué?", se pregunta. "Tienen que saber para hablar. Muchos no nos conocen", señala. Después, se ajusta el cinturón de su pantalón de vigilante de seguridad, se despide de su esposa embarazada y sus seis hijos, y abandona su diminuta chabola. "Lo siento", se disculpa, "tengo prisa. Me tengo que ir a trabajar".
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