"Cuando ni los altares nos protegieron: La cicatriz imborrable de Orihuela"
Por Julián Cortés
Orihuela, año del Señor de 1749.
En lo alto del Cabezo y las entrañas de las Yeseras, el humo de las fraguas de los Cortés Vargas se mezclaba con el aroma del esparto que trenzaban los Heredia Salazar. Los Jiménez Reyes regresaban del trato de caballerías, mientras los Montoya Moreno arreglaban sillas y los Castro Fernández aliviaban con saber ancestral a los animales enfermos del lugar. Eran gitanos. Eran familias. Eran comunidad.
Pero la sombra del oder se tejía lejos, en los pasillos del Palacio Real. El Rey Fernando VI, bajo la influencia del Marqués de la Ensenada, firmó lo impensable: una orden para exterminar la cultura gitana bajo la excusa de unificar el reino. Una limpieza silenciosa, disfrazada de ley. Y como si no bastara con la frialdad de los decretos, el Papa Benedicto XIV había debilitado poco antes el derecho de asilo, rompiendo una tradición milenaria de protección en templos sagrados.
Las noticias llegaron como un viento seco, hiriendo el alma. Las familias corrieron a la Iglesia de Santiago Apóstol, último bastión de esperanza. Dentro, el incienso ardía, pero no lograba ocultar el olor del miedo.
Rosario Hereda, con su vientre abultado, se apoyaba en Antonio, su esposo.
—“¿Cómo pudieron pensar en algo así, Antonio? ¿Dónde está Devel?”
Él la abrazó con fuerza.
—“No lo sé, mi vida. Solo sé que te protegeré hasta el fin.”
Isabel Castro rodeó a sus pequeños, poniéndose delante como una loba ante el peligro.
—“Recordad quiénes sois, mis niños. Nadie puede quitaros lo que lleváis en la sangre.”
Manuel, su marido, le apretó la mano.
—“Temo por vosotros, Isabel… No por mí, por vosotros.”
Pedro Montoya, de rodillas, abrazaba a sus dos hijas.
—“Devel no nos ha abandonado. Esta iglesia es su casa… no pueden tocarnos aquí.”
Pero sí lo hicieron.
Cuando los soldados irrumpieron, con sus botas rompiendo el silencio, no fueron los demonios quienes cruzaron el umbral, sino hombres con corazones de piedra, obedientes a un papel con sello real.
—“¡Por favor, somos gente de paz!” suplicó Antonio.
Su grito se perdió en el eco de la violencia.
Rosario cayó al suelo, sujetándose el vientre con desesperación. Isabel gritó el nombre de Manuel mientras lo arrastraban como si no fuera más que un número. Pedro sintió cómo le arrancaban a sus hijas de los brazos, entre sollozos y forcejeos.
El altar, que debía ser refugio, se convirtió en testigo mudo del horror. Ni los santos bajaron la mirada.
Fueron deportados sin juicio, como ganado. Atrás quedaron sus hogares, sus herramientas, los recuerdos que tejieron generaciones. Se llevaron lo visible, pero no pudieron arrancar la dignidad.
En los caminos del destierro, hubo miradas que no se quebraron, cantos susurrados entre lágrimas, manos entrelazadas en la oscuridad de los carros. La resistencia estaba en el alma. Nadie podía encadenarla.
Rosario sobrevivió. Dio a luz a Esperanza, nombre elegido no por azar, sino como grito. Antonio no regresó.
Isabel crió a sus hijos con el recuerdo vivo de Manuel, que murió en una cárcel sin nombre.
Pedro regresó con el rostro envejecido y los ojos huecos, pero cada año encendía una vela por sus niñas, que jamás volvieron.
La Gran Redada dejó una herida profunda en Orihuela. Durante décadas, se intentó borrar la memoria. Pero en los patios, en las reuniones familiares, en los cantes con que se nombra lo innombrable, la historia siguió latiendo.
Y hoy, desde esta tierra que fue testigo de la injusticia, recordamos:
Cuando ni los altares protegieron, fue la fe del pueblo gitano la que no se quebró. Fue el amor, la unión, y el recuerdo lo que sobrevivió.
Y esa cicatriz, aunque duela, nos recuerda quiénes fuimos… y quiénes seguimos siendo.